José Millán

EL ÁGUILA PODÍA ESPERAR

Una sensación intensa de vacío le inundó de repente. Como si una parte de él hubiera quedado arriba mientras el resto bajaba.
La ausencia de tierra firme donde apoyar el paso propició su brusca caída y ahora daba vueltas y más vueltas a medida que descendía, anhelando una nueva referencia que le ubicara.
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Tan sólo unos segundos antes, la oscura sombra de una rapaz se le aproximó desde lo alto, desnudando sus afiladas garras y amenazando elegirle como el alimento que, desde hacía horas, esta también pretendía.
Leyes naturales que rigen la vida y que en esta ocasión, otra más, no envía delante pregonero para anticipar nada.
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Tal vez fue su instinto el que se adelantó a su vista.
Quizá esa percepción de peligro que a menudo sentimos sin saber porqué ni poder demostrarla.
Tal vez fue eso lo que le invitó a correr y refugiarse bajo unas pequeñas ramas. Mas no contó que en esa huida, una de las diminutas rocas se movería al apoyar esa pata y con la inercia de la carrera se esfumaría ese frágil equilibrio y se precipitaría.
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La sombra desapareció entre nubes y su atención retornó al sentir el gran impacto y una situación extraña.
Algo había amortiguado el golpe evitando un terrible final.
Mas… ¿Qué había ocurrido? ¿Dónde estaba?
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La textura que tocaba era muy diferente a aquella que reconocía cuando escalaba las rocas.
Tampoco le recordaba donde mojaba su lengua los días de calor e incluso metía con cuidado las patas.
No era aquello, no. No lo era. Aquello estaba seco y suave. Además le proporcionaba esa caricia deseada que necesitaba para recuperar su latido a un ritmo normal tras esa vertiginosa carrera.
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Disfrutó el instante por un tiempo y recuperó la calma.
La memoria es efímera cuando el placer la arrastra, pensó.
Debe ser el modo en que la naturaleza nos protege. Como una goma de borrar inmensa, eliminando experiencias no deseadas.
También contribuían a ello los rayos del sol que ganaban hora a hora su batalla contra el cielo gris, pudiendo percibir ese preciado calor a través de su piel y ayudándole a despegar esa vieja cáscara que lo envolvía.
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Las primeras gotas de lluvia que tocaron el suelo le trajeron de vuelta a la tierra.
Las siguientes a continuación, cayeron aún mas rápido golpeando esa cama elástica e impulsándola como el trampolín que usa un buen saltador antes de sumergirse en el agua.
Pero en esta ocasión no saltó.
La caricia inicial de esa cama ahora mojada se evaporó y sin saber cómo se transformó en una trampa.
Como un abrazo inmenso del que tras el placer queremos salir, pero la otra parte no quiere comprender nada. Desconcierto que llega a perplejidad y crece más hasta la ansiedad sin poder detener la cruzada.
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El golpeteo constante del chaparrón en la red, sumado a los bruscos movimientos que hacía por liberarse, despertó también a alguien más.
Cuatro pares de ojos negros fijaron la vista en el pequeño reptil y cuatro pares de peludas patas se pusieron en marcha procurando una presa.
La manecilla de un reloj siquiera se llegó a mover antes que sus miradas chocaran.
Las cuerdas trenzadas que le sujetaban comenzaron a vibrar. Solo unos centímetros ya separaban a ambos y casi podía percibir la punta del dardo que iba a acertar su diana.
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¿Por qué no podía salir? ¿Por qué no se despegaba?
¿Por qué maldita razón había permanecido allí disfrutando demasiado de los rayos de sol, sin percibir que ese regalo inicial nunca sería una solución y que cuanto más tardara en escapar, más adherida su piel allí estaba?
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Lamentó las oportunidades entonces que había tenido en la vida y que por diversas razones no había aprovechado mejor.
Se arrepintió del tiempo malgastado a veces en tanto soñar. Recordó todas y cada una de ellas.
Siempre pensó que habría una nueva ocasión y que entonces quizá, estaría mejor preparado.
La experiencia y las relaciones le habían llevado a creer que solo era un vulgar animal que consumía su existencia arrastrando la piel y alimentándose de restos de gusanos y algún que otro ser aún más simple y más tonto que él.
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Recordaba en sus primeros años que miraba a las rapaces cómo podían volar y cómo ese miedo aparente que debía tener, según enseñaban los reptiles ancianos, se había transformado en gran admiración por tener un plano elevado de la realidad y la libertad de elegir dónde vivir y dónde hacer un día su hogar..
Pensó que si tuviera una oportunidad más, la utilizaría para escalar a lo alto de esa gran montaña y poder demostrar que aún siendo un sencillo reptil, no era menos que las águilas que alto vuelan.
A fin de cuentas, pensó, cada cual se debe desarrollar con las cualidades y entorno que le han tocado al vivir. Y las aves cuando se trata de caminar entre rocas nunca podrían ser tan hábiles como sí lo era ella.
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Este pensamiento le llevó a reaccionar.
Sintió que no sería nunca más un simple reptil.
Deseaba escalar esa montaña como jamás antes lo había soñado.
Tenía que hacerlo. Quería vivir porque algo en su interior le suplicaba más, oyendo casi gritar unos diminutos huevos que hacia semanas estaban creciendo muy dentro de ella.
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Y entonces se sacudió.
Y mordió su propia piel para despertar el dolor.
Para sentir otra vez circulando en su interior la sangre que le daba vida.
Mordió, mordió y mordió. Con rabia y mucho dolor sin darse cuenta que al hacerlo la piel de su cuerpo se deshacía. Cada movimiento le retiraba una parte de ese viejo disfraz dejando que su nueva piel naciera y comenzara a respirar.
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Ocho ojos negros no fueron suficientes para dar crédito a la escapada.
Miraban con gran estupor ese gastado disfraz que permanecía unido a la red, ausente de un pequeño ser que tuvo que renunciar a su piel para volver a nacer.
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Ella sintió la tierra otra vez.
Y dibujando un leve rastro de sangre siguió caminando sin mirar más atrás. No era solo la piel lo que había dejado en esa red.
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Las nubes se abrieron de nuevo y una sombra entre ellas le volvió a amenazar.
Pero en esta ocasión no corrió.
Ahora sabía bien lo que le tocaba hacer.
Subiría a esa montaña y el águila… el águila podía esperar.

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